Madrugada del 9 al 10 de agosto, 3:30 horas. Año 2013. Cuando
suena el despertador retumbándome en los oídos, me pongo en pie lentamente y, por un segundo,
me pregunto que quién me mandaría a mí apuntarme a estas cosas.
Recojo la mochila con zapatos y ropa de cambio y me aseguro
que todo está en orden. Bien. Rumbo a Fuente de Piedra. La música del coche me
despeja y me sonrío al pensar en la experiencia que voy a vivir. Cualquier atisbo
de duda se disipa. Hay luna menguante y la noche está oscura.
Llego a recoger a mi hermano y otros amigos y nos vamos para
el bar Chaqueta a “desayunar”. Allí me encuentro con otra gente conocida y
empiezo a captar el buen ambiente que se respira. Un café bien cargado y un
pastel nos ayudan a entonar los cuerpos, poco acostumbrados a tener actividad a
estas horas.
Salen todos los coches desde el pueblo hacia un lugar anexo
al Cortijo de la Herriza, cercano a la laguna, por donde vamos a entrar.
Responsables de la actividad nos dan instrucciones y nos guían por el camino.
Vamos hablando muy bajito, a oscuras, sin parar y con un palio incomparable: el
cielo estrellado por el que, anticipadamente, se dejan ver algunas estrellas
que caen, son tempranas lágrimas de San Lorenzo. Te sientes muy pequeño
ante la Madre Naturaleza. En esos instantes, te reencuentras con tu ser
interior, con la esencia.
Nos indican que vamos a entrar ya en la laguna y que debemos
ir en fila india. Cada persona coge una caña de unos dos metros de altura. Nos
servirá para evitar caídas en el limo y para cercar a los pollos cuando llegue
el momento. Y allí, parados hasta que te toque entrar, con las cañas en alto
como si fueran lanzas de algún ejército medieval, no dejas de espantar
mosquitos y hueles a cieno. – Lo mismo no es todo tan bonito como esperaba-
piensas.
Los pasos te llevan hacia el agua. Te resbalas en el fango y
pisas donde puedes, a oscuras. El suelo empieza a ser un poco más estable y tú
un poco más habilidosa. Ya no hay mosquitos y el olor ha pasado a un plano muy
secundario. Las sensaciones que te embargan son indescriptibles. Ves las
siluetas de los demás voluntarios recortarse en medio de un sol que, perezoso,
se resiste a salir. Los sonidos de la naturaleza te embriagan los sentidos: el
chapoteo del agua cuando andas, varias garzas cortando el viento, los gruñidos
de algunos flamencos que nos sobrevuelan, el color indescifrable del cielo
cuando empieza a amanecer, las estrellas envolviéndote por los cuatro costados
y una brisa fresca que te acaricia la cara recordándote que estás aquí de paso,
de prestado.
Seguimos andando. Hay un buen trecho hasta que volvemos a
parar. Estamos ya muy cerca de nuestro objetivo: los pollos. En una especie de
islote, nos indican que nos agachemos. Están planificando la emboscada.
Entraremos por varios frentes para rodear totalmente a los pollos. Algo rápido
que importune lo menos posible a los animales. Ahora sube el volumen de todos
los pollos y de sus cuidadores adultos. Parece que gruñen al fondo, sabiendo lo
que les espera. El ruido nos hace suponer que los pollos son muy numerosos.
Este año ha sido el de mayor anidación desde que se tienen datos.
Reanudamos la marcha. Cuando volvemos a entrar al agua vemos
al fondo una gran mancha gris con destellos rosas que no indica que ahí están.
Forman un gran bloque, un nido gigante, una bella guardería animal que, en este
momento, empieza a agitarse muy nerviosa en su conjunto. Al fondo se encuentra
el redil que han preparado los cuidadores de la laguna y que es el sitio al que
deben dirigirse los flamencos.
Nuestra formación cambia. Ahora vamos en línea recta,
agitando la caña para obligar a los animales a huir delante de nosotros
y entrar en el corral. Voy de las primeras. No quiero perderme el momento. Me
he quedado descalza porque las zapatillas se me han soltado. No importa. A un
lado y otro de mi cuerpo se quedan pollos de flamenco que no han seguido al
resto. Se van a librar del anillamiento. Seguimos unos metros más. Van entrando
al redil y, de repente se cierran las compuertas del corral. Ya han entrado
suficientes. Nos retiramos a los lados para dejar salir a los pollos que se han
quedado en el centro. Puedo ver las caras de satisfacción de todas las personas
participantes y escucho cómo una madre, emocionada, pregunta a su hijo: - ¿te
ha gustado, merece la pena?. La respuesta del joven es una afirmación sincera y
se abrazan los dos. Esto hay que vivirlo.
Ha pasado uno de los momentos álgidos del proceso de
anillamiento. Dejamos las cañas, buscamos nuestro grupo y posición. Yo estoy en
el grupo 5, en el último eslabón de la cadena. En la parte de “Suelta”, esto
es, cuando llevas al pollo al agua y le das la libertad después de todos
los pasos previos.
Me sorprendo de lo bien organizado y planificado que está
todo. Hay seis grupos identificados por colores. Las funciones que existen son
varias: portador, pesador, medidor, extracción de sangre y suelta. Además, hay
varias personas responsables de la actuación que nos van dando instrucciones
cuando es necesario.
Cada animal se mide, se pesa, se le extrae sangre y, en caso
necesario, se le lleva al hospital de campaña que hay instalado en el lugar. El
proceso total no dura más de diez minutos. Al final se les suelta con especial
cuidado y cariño. Por mis manos pasaron algo más de diez flamencos, unos más
tranquilos y otros más nerviosos. Pero todos me dieron una lección sin
quererlo. Me transmitieron lo importante que es cuidar la naturaleza, el
entorno que nos rodea, nuestro medio ambiente. A cada uno de ellos, les deseé
suerte a la hora de partir. Más sensaciones que guardar en la mochila de la
vida que me acompaña cada minuto.
Después de algo más de una hora, terminó el proceso. Se anillaron
casi 600 pollos que permitirán hacer un seguimiento y conocer más aspectos de
esta especie tan mágica e imprevisible. Todos los voluntarios charlan entre sí
animadamente y nos acercamos para recoger la caña y realizar el camino de
regreso. Esta vez vamos atravesando en línea recta la laguna por lo que el
camino es más corto. Hay alguna caída, risas y miradas cómplices de personas
que, a partir de este momento, tienen un lazo en común y un compromiso con este
entorno natural de inigualable belleza.
Son algo más de las diez de la mañana y el sol empieza a
hacerse notar. La temperatura aumenta y, tras limpiarnos un poco, regresamos a
nuestro coche para poner punto y final a esta experiencia. Nos despedimos de
los compañeros con el convencimiento de volvernos a ver el próximo año. Ha sido
una experiencia sin igual que estará muy presente siempre en todos nosotros.
Y yo, al ver pasar las bandadas de flamencos por encima de mi
pueblo en su recorrido hacia Doñana, sentiré que hay un lazo especial entre
nosotros y me preguntaré cada día si alguno de ellos ha estado en mis manos, si
hemos tenido la posibilidad de compartir un instante que nos ha unido para
siempre.
Muy bonita la experiencia... Tengo que hacerla algún día... Y mira que me pilla cerca... Gracias por compartir tu experiencia...
ResponderEliminarParecía que estaba otra vez allí,,, muy buena descripción.
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