El viento acurrucaba la hojarasca en los recovecos de las
piedras. El día llegaba a su fin y las estrellas, testigos de sus lágrimas,
bailaban en el cielo una danza que se le antojaba infausta.
- “Que el Santísimo lo tenga en su gloria porque por Él, corriendo
agosto de 1330, ha perdido la vida un hombre valeroso”- Estos eran los pensamientos que venían a la
mente de Brian, el fiel escudero de Sir James Douglas. Un héroe escocés, insigne
soldado y venerable patriota que ha encontrado la muerte frente a un ejército
de infieles sarracenos.
Su cuerpo quedó inerte en esa tierra extraña, rodeado del olor
sanguinolento de las batallas. Cuando Brian logró verlo, la mano derecha aún
blandía su espada. Y el cofre de plata con el corazón embalsamado del rey
Robert Bruce se quedó allí, sin poder llegar a Jerusalén. Los dos corazones más
heroicos de Escocia yacían juntos en Itaba, en tierras fronterizas del Reino
Nazarí de Granada.
Brian se sentía huérfano. Maldecía una y otra vez al monarca
castellano Alfonso XI por inmiscuirlos en esta cruzada. Todavía recordaba las
palabras que Sir Douglas había pronunciado: “Brian, debemos ir. El Santo Papa
ha bendecido esta guerra. El honor y la fe en Dios nos ayudarán a vencer a los
infieles. Nuestro rey, cuyo corazón va conmigo, se sentiría honrado también con
esta gesta”.
La luna llena recortaba la fortaleza de Hisn Atiba. Las
lágrimas le resbalaban y caían al suelo. Estaba totalmente desarmado de cuerpo
y alma. No lo oyó acercarse. Una mano en su hombro lo sobresaltó; trató sin
éxito de coger una piedra y arrojársela al sarraceno que tenía enfrente.
- Tranquilo muchacho. No tengo intención de hacerte daño. Soy
Alim, un buen musulmán que trato de ayudarte. Traigo un poco de pan e higos.
Llevo observándote hace rato. No te has movido del lugar, estás abatido y debes
de tener hambre.
Desconfiado y casi obligado, alargó la mano para tomar la
comida que el extraño le ofrecía. El hombre tenía la piel curtida por el sol y su
cuerpo era enmarcado por una túnica oscura. Se dirigía a Brian en su lengua con
un evidente acento árabe.
- Sé que eres el escudero del noble escocés caído en el
campo de batalla. Últimamente, mis ojos son
testigos de demasiadas muertes. – continuó hablando el extraño-. Yo no entiendo
de guerras. Soy un simple muladí que labora la tierra, esa misma que nos ve
nacer y morir. La tierra - siguió reflexivamente Alim-. Los hombres
justificamos nuestras fechorías en su nombre y ella tan sólo quiere ser
cultivada por manos ágiles que la ayuden a crecer y fortalecerse. Por acercarla
a Alá o a Cristo, es pisoteada y maltratada.
- ¡No le consiento que compare a Jesucristo y a los
caballeros que luchan por él, con esos que pregonan la yihad islámica! –
contestó Brian ofendido-.
- No te enfades muchacho –prosiguió Alim en tono pausado-.
Quizás eres muy joven para comprender lo que estoy diciendo. Mi dios es Alá,
sí. A Él rezo y el Corán leo pero por encima de todos los dioses, creo en el
ser humano. Durante generaciones hemos convivido musulmanes y cristianos como
hermanos. La honestidad y el respeto han sido nuestras leyes frente a la
violencia imperante en la actualidad. Y, por desgracia, creo que seguirán cayendo
muertos en nombre de falsos dioses manipulados por hombres poderosos. Sólo te
doy un consejo como viejo que soy, coge el corazón de tu rey, regresa con él a Escocia
y no permitas que el odio se siga expandiendo.
- ¡Brian, Brian! Despierta ya. Es tarde y tenemos que
viajar a Edimburgo. – La voz de su mujer
lo sacó bruscamente de su sueño medieval. Las señales horarias de Radio Melrose
marcaron las siete de la mañana, hora de las noticas matutinas. Una le llamó
especialmente la atención: “Rebeldes de Al Qaeda
atacaron en nombre de Alá una villa cristiana muy poblada del oeste de Siria”. Una
punzada en su pecho lo llenó de consternación. No había podido cumplir el deseo
de Alim.
María José García Notario